Comenta: Rubén
Érase una
vez, en un país no muy lejano, a finales del siglo XX, concretamente en el año
de gracia de 1997, donde reinaba una reina ya septuagenaria en aquellos
tiempos, ahora octogenaria, que tenía fama de malvada. Había también en el reino
una bella y joven princesa, que ya no era tan joven y tampoco era princesa pues
se había divorciado del príncipe heredero unos años antes, que tenía renombre
de buena gente, amable, que atendía a los enfermos y visitaba a los pobres;
pero que tras el divorcio empezó a salir con otro “heredero”, el hijo del
propietario de los almacenes Harrod’s.
Cuenta la historia que entre esa reina
malvada y esa dulce princesa no reinaba ni la concordia ni la armonía. Pero
quizá la leyenda no sea del todo justa. Tal vez la reina no fuese tan malvada y
tuviese su pequeño corazoncito y a lo mejor la princesa no era toda bondad sino
más bien fachada y publicidad que luchaba en su propio beneficio.
Un buen día del mes de agosto, el 31 para ser
exactos, cuando los trigos maduran y la mies se siega, y los racimos de uva
todavía penden remolones de las vides, en el calor y sosiego del estío, el
mundo se despertó sobresaltado porque esa bella princesa había sufrido un
accidente de tráfico y había muerto, cual mordisco a manzana envenenada por la
reina de otro cuento.
La pobre reina de aquel país no muy lejano,
que además hacía poco había cambiado de Primer Ministro y ahora tenía un
pro-republicano, encerrada en sus mansiones ebúrneas escocesas, asumió la
noticia con la dignidad real que le caracterizaba: la exprincesa ya no era
princesa y por tanto la familia real que llevaba milenios rigiendo aquel País,
antaño Imperio, no estaba obligada a rendir culto a una plebeya. El pendón real
no debía ondear a media asta porque ella ya no era parte de ese emblema. La
Realeza no se rebaja.
Pero el pueblo llano, el vulgo que nada sabe
de protocolos sino de emociones, espontáneamente empezó a depositar flores ante
las negras rejas de Palacio en señal de duelo y luto, mientras Su Majestad
seguía alejada de tal situación, cuidando de su familia y disfrutando de la
caza y del picnic y de sus vacaciones. El malvado Primer Ministro, sin embargo,
comprendiendo la delicada situación de SU Familia Real (porque una cosa es ser
republicano y otra cosa es no tener apego a la patria), empezó a maquinar un
plan para que la pobre Reina recuperara el favor y la gracia de sus súbditos
que había perdido escabrosamente por sus actos entendidos como negligentes ante
la muerte, duelo y luto de la llamada Princesa del Pueblo (en aquel país no tan
lejano no era Belén Esteban, y así nos va en este otro país tan cercano a nos).
Así pues resultó que el Primer Ministro no
era tan malo, y la Reina se dejó convencer por él y accedió a realizar un
Funeral de Estado, llenando la Abadía Real de cantantes, actores y demás gente
de la farándula, para aborrecimiento de la nobleza. Y de este modo, hasta
muerta, la malvada Princesa siguió insidiosamente ofendiendo a la noble Reina,
pues la Reina no era tan mala ni la Princesa tan buena.
Y finalmente, el Reino recuperó su Statu Quo,
su vida cotidiana y todo siguió como estaba antes de ese fatídico 31 de agosto
de 1997. Y colorín colorado, este filme se ha acabado.
Y de momento no nos estamos refiriendo a
ninguna película de la factoría Disney, sino más bien a “The Queen”, la
película británica dirigida por Stephen Frears (también dirigió, entre otras, Las
Amistades Peligrosas) en el año 2006 y protagonizada magistralmente por
Helen Miren quien consiguió el Óscar por su interpretación, el Globo de Oro, el
BAFTA y el Premio del Sindicato de Actores en ese mismo año.
Sí, vale, Diana de Gales seguía siendo
Princesa, pero no Alteza Real; y además, así me ha quedado mejor el cuento.