Propone: Juli
Comenta: Víctor
Este "western crepuscular" del director por excelencia del genéro, Sam Peckinpah, tiene lugar en un mundo en estado terminal: el mundo de lo que un día fue lejano oeste americano al que llega el ferrocarril y el progreso y el dinero sustituye al revólver. Peckinpah exhibe aquí su talento, su supuesta misoginia y su cámara lenta: es decir, sus virtudes, pero también sus vicios y sus excesos, que finalmente quizá sean los que le hacen creativo.
Están presentes los grandes temas del realizador: centralmente, la amistad traicionada. Aquí se trata de la que antaño unía a Pat Garrett con Billy the Kid, pero que en el horizonte del nuevo mundo ya no es posible; pues Garrett, como declara explícitamente, quiere llegar a viejo, y para ello, se ha convertido en "sheriff". Billy the Kid, en cambio, declara que "Los tiempos pueden estar cambiando, Pat, pero yo no". Peckinpah siempre parece vindicar cierta libertad personal para elegir el modo de vivir (y el modo de morir): pensemos en su "western" anterior, "La balada de Cable Hogue". No importa que Billy the Kid no tuviera en realidad el aspecto de un cantante de country (Kris Kristofferson lo tiene, además de serlo) y fuera sólo un pistolero mafioso "con pinta de subnormal profundo" que no tenía reparos en venderse a ganaderos terratenientes (el guión hace un guiño a uno de ellos, "Chisum", película que John Wayne había rodado sólo tres años atrás).
Tenemos, pues, el argumento: la caza a Billy el niño por parte de Garrett. Habrá otras víctimas en el camino. El tópico de la masculinidad alcohólica --y misógina-- rige a la mayoría de personajes, que pasan sin pena ni gloria y mueren a cámara lenta aunque rápidamente, sin dolor, llamando a las puertas del cielo en la secuencia de Barry Sullivan, Katty Jurado y Jason Robards. Se agradece la presencia de Katty Jurado: hay pocas chicas, ninguna con un papel importante. Casi todas las reseñas mencionan la mala interpretación de Bob Dylan y destacan en cambio la banda sonora de la que es responsable. Acabo de comprobarlo: la canción "Knocking on heaven's door", tan versioneada posteriormente, fue compuesta para la ocasión.
La estupenda fotografía (resposabilidad de uno de los camarógrafos habituales de Peckinpah, John Coquillon) insiste en bellos paisajes de crepúsculos sangrantes y maneja muy bien los claroscuros. Cierto hieratismo y lentitud en determinados momentos pueden recordar a Sergio Leone.
Quizá la película mantenga demasiados estereotipos, incluído el tono lírico y elegíaco (la desolación, los paisajes teñidos de sangre, la muerte en el alma), que llegan a saturarla un poco. Requiere de la complicidad del espectador, que ha de sostenerlos incondicionalmente, que ha de creer en ellos porque de tanto estar no están. A pesar de todo, esa reiteración constituye precisamente el encantamiento para los incondicionales de Peckinpah. Otros (los menos, hay que decirlo) hablan de su excesivo metraje.
En definitiva, no estamos ante una película "realista". Estamos ante un ejemplo de lo que podríamos llamar "arte a priori": en lugar de dejar que surja de las cosas, les impone cierta mirada. Como siempre, ceder o no a su encantamiento es cosa de cada cual. Hacerlo puede merecer la pena, pues lo dicho no quiere implicar que se trata de una mala película: tiene sus buenos momentos.
Fue el último "western" de su realizador, y más modestamente yo con esta reseña tengo que dar por terminada al menos de momento --nunca digas nunca más-- mi participación en el Cine Club Golfa debido a motivos de trabajo. Si es un cambio definitivo o no, la vida dirá; en el peor de los casos, siempre puedo volver a los orígenes: ver las películas por mi cuenta y escribir en el "blog"...