Comenta: Víctor
Asistimos en esta película a diversas peripecias de diversos personajes cuyas cuitas se van sucediendo alternativamente, sin solución de continuidad. Hay un nexo común entre ellos: todos están emparentados y por ello las tribulaciones de cada cual les son precisamente familiares al resto. Esta "estructura" tiene sin duda precedentes y consecuentes, pero haría falta una cinefilia más sólida que la mía propia para rastrearlos. Puedo citar Magnolia, del año inmediatamente posterior o la más reciente Crash, donde el nexo consiste en que todos los personajes coincidirán en el espacio y en el tiempo en el momento fatal de un accidente de tráfico.
Un problema concomitante a tal esquema es que de esta manera no es fácil desarrollar o mostrar determinados conflictos: la mirada, el foco, ha de ser más bien "objetivo", como de bitácora: a fulanito le acontece esto y aquello --y que pase el siguiente. Esta limitación se hace muy patente al presentar el personaje del psiquiatra padre de familia, que de sopetón, sin preparación alguna, se nos aparece casi inverosímilmente como un pederasta reprimido. Se puede objetar que precisamente se trata de eso, de mostrar cómo tras una fachada de normalidad discurren la frustración y las perversiones insatisfechas; pero lamentablemente en algún momento todo ello adquiere un desagradable tono de pastiche, que queda especialmente de manifiesto en la escena, pretendidamente dramática al extremo, de la conversación entre el padre condenado, o a punto de serlo, por su pederastia, y su hijo: cuando éste último le pregunta, entre lágrimas poco creíbles, si hipotéticamente podría ser, él también, objeto del amor de su padre.
Éste diálogo me parece por lo menos inverosímil; y así la película, en lugar de exposición sin concesiones, deviene un poco caricaturesca a ratos --tampoco muchos. ¿Pero exposición de qué, qué problemas tienen nuestros personajes, qué les aflige? Decía Djurna Barnes --según sus propias palabras la escritora desconocida más famosa del mundo-- que «el hombre vive entre la espantosa presión de la entrepierna y la tumba». Los personajes de "Happiness", más que una evanescente felicidad, persiguen la satisfacción en tanto que seres sexuados. Hay que apañárselas para alcanzar el objeto del deseo, que nunca es totalmente real: se producen sorpresas desagradables. Hay que buscar a alguien para joderlo. Sólo en la canción que canta Joy Jordan (Adams) se hace una prosopopeya explícita de la felicidad: "Felicidad, ¿dónde estás? Te he buscado tanto tiempo [...]" Pero la prosopopeya no deja de ser un recurso retórico, y recordemos que su canción empieza, "Parece que nunca he tenido las cosas que quería en mi vida / de modo que no es sorprendente que vivir sólo me deje tristeza". Así se inscribe, como diría quien yo me sé, la lógica de la falta. Siempre ha de faltar algo, es un hecho que no se lleva muy bien con nuestro narcisismo original.
La película gana muchos puntos con actuaciones como la universalmente aclamada de Philip Seymour Hoffman, y también --para mí-- la de Jane Adams (hay que ser justos con sus respectivos y logrados papeles). A pesar de los problemas de guión del suyo, el niño (Justin Elvin) también da la talla. A él se le reserva el final de la película y uno de sus mejores momentos, cuando finalmente, desde la terraza del piso donde está reunida la familia, se queda mirando a una vecina que se dispone a tomar el sol en "topless" junto a la piscina comunitaria, y digamos que actúa en consecuencia. Es entonces cuando logra "correrse" por primera vez, imposibilidad hasta ese momento que era motivo de preocupación para él. Tanto le alegra el acontecimiento que irrumpe en la reunión familiar junto a la mesa para declararlo, en otro momento poco plausible pero eficaz; y que me sirve para, de forma muy poco ideológica, introducir otra cita tan contundente al menos como la anterior, esta vez una exclamación del inolvidable autor de Bouvard et Pécuchet, y que creo que vale por toda la película: «¡La vida, la vida! ¡Erecciones!»