Propone: Rubén
Comenta: Pepe
El cine nació mudo y más tarde se volvió sonoro. Esta afirmación, que se acerca peligrosamente a la obviedad, se presta, sin embargo, a un posible análisis y a una réplica.
Empecemos por el análisis posible: es fácil pensar que el advenimiento del cine sonoro, allá por los últimos años veinte, fue un gran avance para las artes y las industrias del cine. En realidad, las exigencias de la precaria tecnología de sonorización llevaron a un auténtico paso atrás en la estética cinematográfica. Digamos que la posibilidad de decir supuso un decaimiento de la poesía de mostrar que se había desarrollado en las décadas precedentes. El paso del cine silente al sonoro supone una fractura, casi un nuevo comienzo, en el que el cine vuelve atrás para volver a tomar impulso. De este momento límite da buena cuenta, para los que quieran documentarse mientras disfrutan de una gran velada, la celebérrima película Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952).
Dicho esto, podemos ir con la réplica: El cine sonoro no extinguió al mudo. Su carácter hegemónico lo volvió dominante, pero de vez en cuando podemos ver ejemplos de películas que prescinden de la palabra para hacernos reír, emocionarnos, o ambas cosas. Ha seguido habiendo mucho (y grandioso) silencio. Como caso paradigmático citaremos a Charles Chaplin, que siguió mostrando su talento en películas mudas como Luces de la Ciudad (1931) o Tiempos Modernos (1936). Incluso en sus películas sonoras no abandona el antiguo arte y sus momentos más celebrados mantienen la estética del cine silente. El baile con globo terráqueo de El gran dictador (1940) es un buen ejemplo. Y no podemos dejar de citar, ya en los años cincuenta, las deliciosas películas de Jacques Tati, de quien vimos en nuestro club, hace ya tiempo, Mi tío (1958).
A partir de ahí, la lista de títulos que de una manera u otra recuperan el (buen) gusto por la imagen pura y reivindican el cine eminentemente visual es tan larga como queráis. Y variopinta. Podemos rastrear homenajes y citas desde Coppola (los efectos visuales y de montaje de su Dracula de Bram Stoker (1993)) a Kubrik (la primera media hora sin palabras de 2001, una odisea del espacio (1968)), pasando por Almodóvar (el corto El amante menguante, dentro de Hable con ella (2002)) o la factoría Pixar (el encantador inicio de Wall-e (Andrew Stanton, 2008)). Así, dejándonos mucho en el tintero, llegamos a la actualidad, momento en que casi coincidentes en el tiempo nos encontramos con dos películas que muestran la vitalidad del fenómeno que venimos comentando. Hablamos de L'illusionniste (Sylvain Chomet, 2010), una cinta de animación que recupera un viejo guión de Tati nunca rodado y de The Artist (Michel Hazanavicius, 2011) que deslumbró en el pasado festival de Cannes, con una historia muda sobre el cine mudo, y que estamos deseando ver.
En fin, todo esto viene al caso porque hoy, como ilustran las imágenes que acompañan a estas líneas, deberíamos estar comentando La última locura de Mel Brooks, que es una película con una sola línea de diálogo, pronunciada curiosamente por el mimo Marcel Marceau, y estrenada en 1976. Pero como en este caso el prólogo ha fagocitado casi por completo el escrito, no diré mucho, sólo mi opinión, y dejo paso a los comentarios: La comedia es algo irregular, una sucesión de gags más o menos afortunados y de cameos de las estrellas de la época. A mi juicio, aunque quiere ser homenaje, se queda en parodia. Es como si Brooks quisiera parecerse a Chaplin o Keaton y se quedara en Hill, Benny Hill. Aún así, tiene su gracia y es una apuesta original, aunque algo fallida.