




Un grupo de amigos se reúne cada semana para poner una película, que siempre es una sorpresa salvo para el que la elige, desde diciembre de 2005.






Propone: José Antonio
Y, mi querido lector, no sigo con Quevedo
Resulta que Pierre Brochant (Thierry Lhermitte), un pijales parisino estirado y snob, se reúne cada miércoles con sus amigos y cada uno lleva un idiota. La cosa consiste en reirse de los idiotas sin que se den cuenta, y de paso recordarse a si mismos lo estupendos que son. Esta vez el señor Brochant ha encontrado a todo un campeón de la idiotez, un tal François Pignon (fabuloso Jacques Villeret). Pero el idiota resulta ser de tal calibre que en un par de horas pone su vida patas arriba y se toma involutariamente la revancha de todos los idiotas que han sido escarnecidos (se diría que de todos los de la historia del mundo).
La película está basada en una obra teatral y eso se nota en que sólo hay un escenario y un puñado de personajes que entran y salen de la película como si entraran y salieran de escena. Es decir, es una clásica obra de esas de puertas que se abren y se cierran, comedia de equívocos con aires de vodevil. Sin embargo, esa teatralidad no se convierte en un demérito, y la película encadena los gags con gran fluidez, de forma cada vez más frecuente hasta que al final es como una risa continua. Total, que pasas un rato estupendo.
Y llegó Julián. Y reventó el ciclo. Muy alto vamos a tener que apuntar para superar su elección de esta semana pasada. Ni más ni menos que el incuestionable clásico del maestro Hitchcock Con la muerte en los talones. Estamos ante una de las mejores obras del director inglés, llena de ingenio, suspense y humor a partes iguales, con una carga irónica que la hace divertidísima.
Las concesiones que hace a la verosimilitud a favor del espectáculo se las perdonaremos por ser Hitchcock y porque la película se ve de principio a fin con el mismo interés y logra que te olvides de preguntarte cosas como por ejemplo por qué son tan rebuscados los malos de turno como para llevarse a Cary Grant a un campo perdido para ametrallarlo desde una avioneta cuando podrían perfectamente haberle pegado un tiro en su habitación del hotel. Pero si hubiera sido así, nos habrían privado de una de las escenas que siempre aparecerán en todas las antologías como una de las mejores de la historia del cine, y con razón. Aquí os la dejo para que disfrutéis un poquito.
La secuencia no tiene música, el escenario es árido y uniforme, sólo hay dos elementos en juego. Todo es de una simplicidad pasmosa. Su tremendo poder reside exclusivamente en la planificación y el montaje. Es cine en estado puro.